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Había una vez, en un reino muy lejano, una cabaña en la que vivía yo.
Un día me levanté de la cama y me puse un pantalón vaquero, una camisa blanca, un
chaleco verde y unas deportivas marrones de mala marca. Como solía hacer,
empecé a trabajar en un invento que consistía en un artefacto que no
desperdiciaba ni una gota de agua los días de lluvia. Lo creé porque en esa
ciudad no llovía mucho. Pero de repente mientras trabajaba, rompí una tubería
por culpa de una maldita mosca. Ya estaba cansado de que me molestaran las
moscas. Tan cansado que hacía una semana había matado siete de un golpe, y como
para mí eso era un logro lo fui a contar por todo el pueblo “HE MATADO SIETE DE
UN GOLPE”. Incluido a aquel flautista con unos pantalones negros, una camisa
blanca, un chaleco verde un gorro
ridículo y una flauta pequeña marrón que parecía un
flautín, que me preguntaba por la ciudad de Hamelin, que por cierto me habían
contado que estaba plagada de ratones. Bueno, vamos a volver a la historia pues
personalmente me daba igual, porque yo vivía en un pueblo de la costa andaluza
y como os conté anteriormente el problema gordo es que no llovía nada de nada.
Como os dije, esa tubería era especial, tan especial,
que solo la tenían en una parte del mundo en el continente de Asia, creo que en
China. Así que cogí el primer vuelo a China pero me dijeron que tardaba veinticuatro
horas, y yo no quería perder ni un segundo por si llovía. Por eso decidí llamar
a Pulgarcito que estaba en China escapando del ogro, para que me trajese la tubería.
Cuando me la trajo, intenté ajustarla pero no valía.
Recordé que no era China era Irlanda del Norte… como las dos se escriben con
mayúscula en ocasiones me confundo.
Llamé a Aladino para que me la trajera. Me la
trajo ese mismo día y por fin valía.
Aladino decidió quedarse en España para abrir
una tienda de agua que se llamaría Agua Mercado y como en este pueblo no había agua
sería un gran éxito. Después de semanas abiertos habíamos recaudado la
sorprendente y maravillosa cantidad de diez mil litros de agua, que a cincuenta
y nueve euros por cada litro, haced cuentas.
Resumiendo, que el negocio fue un éxito, yo ya
me veía nadando entre monedas y monedas de oro. Bueno yo sabía que eso no podía
ser porque tenía que mandar dinero, es decir monedas de oro a mi padre, que
padecía el Síndrome del capitán Garfio que consistía en que se le quitaban las
manos y los pies y luego le volvían a aparecer, y cuando perdía la vista, crecía
cincuenta y nueve centímetros diarios… tanto que cuando venía a comer no le
llegaban los brazos a la mesa. Pero eso ya son desgracias personales que no
vienen a cuento, o al cuento.
Finalmente,
yo ya no volví a ser pobre nunca más.
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