Cuando murió la madre de Blanquita
dijo su padre, el Rey: –es, por lo visto, un lío del
demonio para un Rey componer su
matrimonio–. Mandó anunciar en todos
los periódicos:
y, muy metódico, recortó las respuestas
fue preferida a las demás la señorita
Obdulia Carrasclás, que trajo un
artefacto extraordinario comprado a
algún exótico anticuario: era un ESPEJO
MAGICO PARLANTE
con marco de latón,
con marco de latón,
limpio y brillante, que contestaba a
quien le plateara cualquier cuestión con
ejemplo, alguien quería saber qué iba a
cenar en ese día, el chisme le decía sin
tardar: El caso es que la Reina, que
Dios guarde, le preguntaba al trasto
cada tarde: Y el cachivache siempre:
La Reina repitió diez largos años la
estúpida pregunta y sin engaños le
contestó el Espejo, hasta que un día
Obdulia oyó al cacharro que decía:
su majestad se puso
furibunda, armó una impresionante
barahúnda y dijo: <<¡Yo me cargo a esa muchacha!
me la comeré para almorzar!>>.
Llamó a su Cazador al aposento y le
gritó: <<¡Cretino, escucha atento!
su corazón caliente y palpitante>>.
El Cazador llevó a la criatura,
mintiéndole vilmente, ala espesura del
Bosque. La Princesa, que se olió la
torta, dijo: <<¡Espere!
– ¡Déjeme, por favor, no sea pesado!>>.
El Cazador, que era mala gente, se
derritió al mirar a la inocente.
<<¡Aléjate corriendo de mi vista, porque,
si me lo pienso más, las lista…!>> la chica ya no estaba – ¡qué
iba a estar! – cuando el verdugo
terminó de hablar. Después fue el
hombre a ver al carnicero, pidió que le
sacara un buen cordero, compró media
docena de costillas amén del corazón y,
a pies juntillas, Obdulia tomó aquella
casquería por carne de Princesa.
<<¡Que mi tía se muera si he faltado vuestro encargo,
Señora…! Se hace tarde… Yo me largo…,
y se los engulló, la muy salvaje,
con un par de vasitos de brebaje.
con un par de vasitos de brebaje.
¿Qué hacía la Princesa, mientras tanto?
Pues auto-stop para curar su espanto.
Volvió a la capital en un boleo y
consiguió muy pronto un buen empleo
de ama de llaves en el domicilio de siete
divertidos hombrecillos. Habían sido
jockeys de carreras y eran muy majos
todos, si no fuera por un vicio que en
sábados y fiestas les devoraba el coco:
atinaban un día, aquella noche no
cenaban…
Hasta que una mañana dijo Blanca:
<>.
Se fue Blanquita aquella misma noche
de nuevo en auto-stop –y en un buen
choche– hasta Palacio y, siendo chica
lista, cruzó los aposentos sin ser vista;
el Rey estaba absorto haciendo cuentas
en el Despacho Real y la sangrienta
Obdulia se encontraba en la cocina
comiendo pan con miel y margarina. La
joven pudo, pues, llegar al fin hasta el
dichoso Espejo Parlanchín, echárselo en
un saco y, de puntillas, volver sobre sus
pasos dos mil millas –que eso le
parecieron, pobrecita–.
¿Queréis probar?
¡Sí, sí!, dijo el mayor:, le
contestó el Espejo roncamente…
¡Imaginad la euforia consiguiente!
Blanquita fue aclamada, agasajada,
despachurrada a besos y estrujada.
Luego corrieron todos los Enanos hasta
el local de apuestas más cercano y no
les quedó un mal maravedí que no fuera
a para a Rifífí: vendieron el Volkswagen,
empeñaron relojes y colchones, se
entramparon con una sucursal de la
Gran Banca para apostarlo todo a su
potranca. Después, en el hipódromo, se
vio que el Espejito no se equivocó, y ya
siempre los sábados y fiestas ganaron
los muchachos sus apuestas. Blanquita
tuvo parte de beneficios por ser la
emperatriz del artificio, y, en cuanto
corrió un poco el calendario, se hicieron
todos superbillonarios –de donde se
deduce que jugar no es mala cosa… si
se va a ganar.
Cuando vais a subir cenicienta.Ana
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